miércoles, 7 de marzo de 2007

El sombrero, la dama, y los rosales de tía Agatha (II)


Continuando con el relato empezado por Princess Valium, aquí os dejo una segunda parte. A ver si alguien se anima a seguir:


Llegamos a casa de tía Agatha antes de la cena. Gracias a Dios que fue así, de otro modo Anatole, el cocinero jefe, me habría servido la cena fría junto con una mueca de disgusto que me habría partido en dos. Y creanme que a nadie le dolería más perderse sus exquisitos platos que a un servidor.
Como decía, pues, llegamos a Hertfordshire justo a tiempo y he de reconocer que con una nube de incertidumbre sobre mi cabeza y la certeza de que nada bueno iba a suceder.
Jeeves se encargó de todo. Mientras deshacía mi equipaje y preparaba mi atuendo para la cena, se lo solté.
-Jeeves.
-Diga, señor.
-¿Cree que sería adecuado bajar a cenar con la corbata azul?
-¿Señor?
-Entiendame, Jeeves. No es que no valore su esfuerzo y su trabajo, y su enrome gusto para el vestir, pero –aquí me aclaré la garganta –¿no cree que tal vez, si tía Aghata considera tan urgente este viaje, debe ser a causa de algún problema de fuerza mayor que necesita de mis habilidades y mi, ya conocido por todos, saber hacer en estos casos?
-Sin ninguna duda, señor.
-¿Y no cree, entonces, que el problema puede ser de una gravedad tal que tía Agatha se sienta dolida si me ve luciendo una corbata de un color tan alegre, en lugar de una que infiera más, cómo decirlo….más respeto?
-Tal vez tenga razón, señor.
-Creo que la tengo, Jeeves.
Y aquí terminó la conversación. Una vez más supe poner los puntos sobre las ies y Jeeves no tuvo nada mas que añadir.
Bajé entonces a reunirme con los demás en el salón mientras esperábamos a que Anatole anunciara la cena.
-Mi querido sobrino, mi sobrino preferido, dale un beso a tu tía Aghata.
Les diré que este recibimiento me puso algo más que nervioso. Que mi pariente más temida me trate así me resulta espeluznante. Emepecé a notar que la palidez se apoderaba de mi.
-Tía Aghata –dije intentando disimular mi temblor y el sudor frío que empezaba a cubrir mi cuerpo –siempre es un placer.
Anatole apareció y nos hizo pasar al comedor. Cuando pasaba por su lado noté que me clavaba los ojos en la nuca. El comienzo de la velada no podía haber ido peor y yo empezaba a preocuparme de verdad.